Mario Crespo
No es cierto que en torno al cuarto centenario de la muerte de Cervantes no se esté haciendo nada, como suele repetirse en ese refocile crítico que tanto nos gusta a los españolitos de a pie y de a caballo. Incluso algunas instituciones públicas se han percatado de la efeméride y han planteado ciertas actividades, alguna incluso relevante. Una de las más importantes es, de hecho, la exposición que durante estas semanas puede verse en la Biblioteca Nacional, titulada “Miguel de Cervantes: de la vida al mito (1616-2016)”; sin que nos diga especialmente nada nuevo, la muestra cuenta con una buena reunión de documentos de archivo en torno al escritor y el catálogo que han editado, sin ser deslumbrante (¡tanto se ha escrito ya!), puede ser un buen jalón celebrativo. No parece tampoco corto el bagaje de ediciones en torno a Cervantes y su obra, particularmente el “Quijote”; habrá seguro, incluso, ediciones que perduren y algo aporten en nuestro reconocimiento cervantino. Es decir, conviene no exagerar en los olvidos: que Cervantes solo apunta a la memoria de los particulares es cosa evidente desde siempre, por más que se haya querido trasladar siempre a una suerte de simbología nacional, pero tampoco se le ha olvidado del todo, aunque solo sea a guisa de expediente cumplido y algo de honor maltrecho. Ahora bien, pretender que los políticos que nos gobiernan y quienes nos aspiran a gobernar montaran algo extraordinario en torno al cuarto centenario solo hubiese cabido en la mente confiada de Don Quijote, antes de su profundo y admirable desengaño a partir de la mitad de la segunda parte de su singular y nobilísima peripecia. Salvo excepciones que tal vez algún día merezcan el cumplido reconocimiento público, nuestros políticos no suelen demostrar una altura de miras culturales que les arrimen aunque sea de lejos a la grandeza de aquellos a quienes homenajean. Por eso verles el otro día en el Congreso celebrando a Cervantes ha sido seguramente la visión más patética que pudiera darse en estos meses de indecencia política, perfecto corolario para la incapacidad de acuerdos, tarjeta de visita para la disolución de las cortes, confirmación de la falta de respeto menos glamurosa a Cervantes y su obra. Con este acto sí que se ha mostrado bien a las claras que a nuestros representantes en la casa de la soberanía nacional les importa un pito Cervantes y los suyos, precisamente al haberlo sentado entre ellos. El mejor homenaje que hubiera merecido Cervantes por su parte hubiese sido que no le hubieran dejado entrar, que en la entrada del Congreso, entre los leones, le hubieran dejado un tenderete con pegatinas y marcapáginas, que ya se las arreglaría él como se las arregló toda la vida. Ya puestos, no había hecho falta hacer el paripé ni una lectura presentista de Cervantes o cambiar sus certerísimas palabras; se podía haber leído perfectamente “Rinconete y Cortadillo”, novela ejemplar en muchos aspectos, porque palabras como estas de Monipodio hubiesen atronado en la cámara más fuerte que los disparos de Tejero: “Lo que se ha de hacer es que todos se vayan a sus puestos, y nadie se mude hasta el domingo, que nos juntaremos en este mismo lugar y se repartirá todo lo que hubiere caído, sin agraviar a nadie”. Seguro que algunos se sentían aludidos. Porque en aquella ciudad de la novela donde se juntaba aquella gente dice Cervantes que “casi al descubierto vivía gente tan perniciosa y tan contraria a la misma naturaleza” y entonces, al final de la novela, Rinconete propone a Cortadillo que “no durasen mucho en aquella vida tan perdida y tan mala, tan inquieta, y tan libre y disoluta”. En fin, con razón escribe Azorín que Cervantes “nos acompaña en nuestros contentos y nos consuela en nuestras aflicciones”. Nada que ver los actos de cara a la galería, las buenas intenciones y palabras huecas, al lado de la lectura personal e intransferible de una obra como el “Quijote”, que llena sus páginas de consuelo y compañía. El pobre Menéndez Pelayo, que sufrió las chismorrerías oficiales y las pesadeces del tercer centenario de Cervantes, lo expresó bellamente en estas palabras que con las que ahora termina inmerecidamente esta columna: “Hasta las bestias que estos personajes montan participan de la inmortalidad de sus amos. La tierra que ellos hollaron quedó consagrada para siempre en la geografía poética del mundo, y hoy mismo, que se encarnizan contra ellos hados crueles, todavía el recuerdo de tal libro es nuestra mayor ejecutoria de nobleza, y las familiares sombras de sus héroes continúan avivando las mortecinas llamas del hogar patrio y atrayendo sobre él el amor y las bendiciones del género humano”. Por si alguien lo lee.